Un día llegué de visita al pueblo donde nací y no
lo reconocí. A la gente tampoco. Casi todos los de mi generación se habían
muerto o ido del pueblo o del país. Todo había cambiado. En
especial, las casas, eran distintas, modificadas, decoloradas o habían
desaparecido. Ni los árboles, ni la iglesia, ni mis propios familiares. !
Qué sensación tan extraña! Me sentí como en el desierto o en un país
desconocido.
Ya en más de una ocasión he tenido ese sentimiento
de no reconocer lo que antes me era bien familiar. ! Con qué rapidez se transforma
todo en pocos años! Pero no sólo el medio físico, las casas y la gente, los
árboles y las calles, sino las costumbres y hábitos de vida. Se terminaron los
vendedores de duro fríos y helados, o naranjas frías y peladas, de dulces
garapiñados y otros, empujando un carrito y haciendo sonar una campana. Más
nunca he vuelto a ver aquel hielo seco tan resistente al calor, que conservaba
tan frío los productos. Sobrevivió el vendedor de maní tostado y hasta la
palabra cucurucho ya suena bizarra. El vendedor ambulante fue personaje y
protagonista en la infancia de mi tiempo. Teníamos poco vínculo con los otros
vendedores ambulantes de mayor categoría, de portafolios y buena vestimenta y
verbo, que vendían a domicilio y a crédito, muebles, electrodomésticos y todo
lo imaginable. Esos eran diestros en hablar y en papeles. A los niños nos
gustaban los otros, los callejeros que vendían golosinas.
Así las cosas, un buen día, me di cuenta que había
desaparecido el cartucho y había sido sustituido por las bolsas
plásticas. En las bodegas descargaban las resmas de papel y
cartuchos. Eran de calidades y tamaños diferentes. Había unos especiales,
grandes y pequeños, gruesos, rosados, especiales para el café que se molía en
la bodega o se compraba en granos y se molía en la casa.
Eran muy resistentes y conservaban el aroma del
café mucho tiempo. Se ponían grasosos. Había unos papeles especiales para
envolver la manteca de cerdo que venía en barriles o toneles de madera que
luego devinieron plásticos. Los cartuchos eran de color marrón claro.
Incluso le apodaron Cartucho a un cliente de la bodega por el color de su
piel. Hoy día hablar de un cartucho parece lejano y medieval y de
seguro muchos no sabrán de qué se trata. Los muchachos usaban los cartuchos
para llenarlos de aire y hacerlos explotar. Servía además como medicamento
pues el papel de estraza se utilizaba por las abuelas para preparar los
sinapismos y bajar las fiebres altas. Lo untaban de grasa, lo calentaban y
le salpicaban borras de café y recortado con la forma del pie lo pegaban a la
planta del pie y lo abrigaban bien con un calcetín y una frazada. No se
resistían las más altas temperaturas. Sin embargo, por ejemplo, la
máquina de afeitar eléctrica no se pudo imponer al modo clásico de rasurarse.
Tales son de impredecibles las cosas de la vida.
A mí lo que más me ha dolido es la extinción del
carro de frita, el antecesor de los Mc Donald, de los Fast Foods, una
forma rápida, sana, sabrosa y barata de alimentarse. Pululaban por toda la
Habana, por todas las ciudades y por todos los barrios. La mayoría eran
móviles, pero los había estacionarios, de cristal los laterales, donde se
acumulaban croquetas, papas rellenas, huevos, bistecs bien finitos, papitas
fritas en forma de fideos, cebolla picadita y verduras, y un pan más rico
que el baguette francés. Casi todos cocían utilizando kerosene de
combustible, pero lo mejor era el sabor especial que trasmitía la plancha
metálica a los comestibles, la amabilidad de los dueños y su habilidad con
los cuchillos y demás instrumentos. Todos usaban delantales.
Los pequeños kioscos existentes hoy por la ciudad
no comparan en ningún sentido.
Dicen que el hombre se ata al pasado y no debe
ser así, pero nada que deje buen sabor se olvida y trae añoranza. Por eso
extraño el carro de frita.
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