A propósito del otorgamiento del título de Ciudad
Maravilla del Mundo.
Lo ha leído bien. No es una locura. Así está escrito: La
Habana no es una ciudad. No lo es, al menos en el sentido estricto de la palabra,
en esa definición arquitectónica-geográfica que limita los espacios, establece
lo cosmopolita y oprime con extramuros. Sería un concepto reducido, injusto.
Porque La Habana no es una ciudad, no es una simple urbe
que combina modernidad y antiquísimos condominios. La Habana es más. Es un
mejunje carpenteriano de lo real-maravilloso. Es un milagro.
Solo de esa forma se puede entender su título como una de
las Siete Ciudades Maravilla del Mundo; de esta manera la comprenden los miles
de votantes que la eligieron.
Viendo la diversidad de las otras elegidas no parece que
la elección, en relación con la cubaba, haya sido precisamente basada en un
criterio de lujo, actualidad arquitectónica o los grandes rascacielos que esta
urbe no tiene.
A La Habana la piensan, la pensamos-vivimos, desde la
maravilla. No es la ciudad más moderna, ni la mejor construida, ni la más
contemporánea. Es esa aureola incapturable que se ve en las fotos pero que no
se mide con obturador; que se respira, se oye, se palpa.
La Habana es más que sus calles añejas, sus edificios
señoriales, sus barrios residenciales: es tradición, identidad, vida,
pensamiento… gente.
Es una cápsula detenida en el tiempo, a propósito o por
necesidad. Pero también es ajetreo y vida presente. Es cosmopolita y rural,
tranquila y bulliciosa, de muchedumbres y espacios dormitados. Es todo eso. Y
nada a la vez.
Son las historias de señoritas y caleseros que descansan
en los muros de la Habana Vieja; los cañones que aún enfilan en el majestuoso
Morro; es el eco de las luchas independentistas que despierta de la modorra a
los palacetes del casco histórico; son las marchas que resuenan todavía en la
escalinata de la Universidad.
Es la esquina caliente del Parque Central, la ceiba del
Templete, el bullicio interminable de Neptuno, el folclor barrial del Cerro y
San Miguel. Es el salitre penetrante de Santa Fe y las paradisiacas aguas de
Santa María. Son las palomas de la Plaza de San Francisco. Son los
Industriales, los Guaracheros de Regla, ¡Van Van!
Es cierto. Sí. La Habana seduce, incita, enamora desde
sus calles maquilladas, sus palacetes retadores del tiempo. Ella se resiste a
la Havana de postales; es cotidiana y andante.
Por eso La Habana también duele. Duelen sus callejones
oscuros, sus baches-patrimonio, sus determinados edificios decadentes. A veces,
incluso, en uno de esos días dolorosos, puede ser ese lugar de cuyo nombre no
queremos acordarnos.
Y ahí está la grandeza de La Habana, ni siquiera en esos
días, una se desprende de ese amor entrañable que lo perdona todo. O casi todo.
La Habana es también el ocre que asalta los edificios
vetustos; las paredes desgastadas que enseñan el maquillaje oportunista; es el
charco que delata el hueco añejo mientras refleja la imagen grisácea del
Capitolio; es la grieta, la esquina, el capitel caído.
Es La Habana, la única, la que engloba esa majestuosidad
de señora joven, de magia insoslayable, que no por eso margina sus oscuridades.
Admira lo bello de lo feo, como le enseñara Teresita Fernández.
Y pensando en Teresita, se piensa en una guitarra. Nada
mejor para definir La Habana que una guitarra: voluptuosa, sonora, de
diferentes melodías. Nunca única ni aburrida. Nunca adoquinada y de cliché.
En ella confluye el inicio y el fin de todo, es destino
cíclico. Todo está, todo permanece; y con la misma dimensión, todo parte, y en
buena medida, regresa.
La Habana no es una ciudad. Es algo más. Es ese espíritu
espacial-espiritual que no se explica, no se define.
La Habana no es una ciudad. Es un sentimiento.
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